martes, 20 de diciembre de 2005

Animalada (todos somos Morloks)



Siete & el Tigre Harapiento, aún no lo sabía, nació durante un paseo en el tranvía histórico de la ciudad de Buenos Aires que hice en el invierno del 2003. La historia la fui craneando en el transcurso de la diaria rutina de viajar en colectivos, trenes y subtes. Pero comencé a escribirla recién cuando mi maestro me contó, Heineken mediante, sobre dos olvidados personajes de la historieta vernácula que guionizaba y dibujaba Vidal Dávila a finales de la década del ’40, y que aparecían en la revista Billiken: Ocalito y Tumbita.
Ocalito, Tumbita, el cartel de venta de oro fix y las ratitas para ser más precisos. Siendo los roedores los que más me interesaron, con sus historias, rozando el fuera de campo, paralelas a la principal desarrollada por los personajes que le daban nombre a la tira.
Me propuse despojar a esta idea original de toda ingenuidad, para contar lo que pasa en segundo plano. Mi desafío no tenía otro género posible para vestirse que no fuera el policial.
A raíz de esto, como canta el pelado Cordera, la cabeza se me llenó de ratas. Primero. Después me cayó todo el bestiario. Y aunque quise trabajar mis personajes como Art Spiegelman a los suyos en Maus o Juan Díaz Canales y Juanjo Guarnido en Blacksad solo me quedé con las intenciones.
“Siete…”, me hago cargo, no es una fábula.
Sí, una animalada.
Donde la política de titulación sensacionalista-cultural, un vicio que no puedo abandonar de mi formación como periodista, me permite linkear a mis gustos personales. Y gracias a este capricho lúdico –si se quiere- apareció en escena la improbable Orquesta del Gato Cabezón. Una versión pretérita y hasta bizarra de Duran Duran. Banda que bajo del pedestal al que yo solo subí para apropiarme de su obra en función de mi relato. Por ejemplo: los capítulos de “Siete…” tienen los nombres de los trece temas del álbum de bodas, conservando el mismo orden de ese trabajo discográfico.
Que conste en acta que siempre fui honesto.
Insisto: esto es una animalada.
Pero quédense tranquilos que los guiños no dejan a nadie afuera de la fiesta. De hecho, en la novela no hay nada para festejar. Los protagonistas actúan como predestinados. No pueden proceder de otra manera ni cometer más que desatinos que los llevan sí o sí a la perdición.
Difícilmente haya espacio para la piedad.
Volviendo a mis estudios de periodismo, me anclan constantemente a investigar sobre el tema que deseo desarrollar. Necesito el acerbo de verdad para construir una ficción efectiva. “Siete…” no hubiera sido posible sin la información obtenida en la Biblioteca de los Amigos del Tranvía. Quién iba a decir que ahí, en Caballito, en la esquina de Pedro Goyena y Craig estaba estacionado el Delorean ’85 que me llevó devuelta al pasado. Y la cita a “Volver al Futuro” no es gratuita; porque como narrador, yo quisiera tener la elegancia y el clasicismo del personaje de Rod Taylor en “La Máquina del Tiempo” pero, al ser esta mi primera novela, mi voz está más cerca de la torpeza y el andar apurado de Marty McFly.
Y así y todo “Siete…” carece del espíritu de la película de Zemeckis.
Ahí es donde logro por fin acercarme un poco a la obra de H. G. Wells, a ese futuro habitado por Elois y Morlocks; donde los Elois lo tienen todo: se la pasan comiendo uvas y tocando el arpa, mientras que los Morlocks viven bajo tierra y solo suben a la superficie de noche para comerse un Eloi. Ese es el precio que pagan las distintas especies para vivir en paz. Los Eloi lo saben muy bien y por eso no hacen nada para ayudar al pobre que caiga en desgracia.
Preservan la tregua con sangre.
En mi novela, salvo en el final, los restantes doce capítulos de “Siete…” transcurren del crepúsculo al amanecer. Todo pasa de noche. Por eso mis personajes son en su mayoría Morlocks. Y si hay algún Eloi, termina muerto.
Lo que yo imaginé no hace más que corroborar los versos que Discépolo escribió para Cambalache. Nos separa más de un siglo del Buenos Aires de 1897, en donde transcurre la acción, y sin embargo ese pasado tiene una vigencia que nuestro mañana también va a heredar.
Comulgo, amargado, con uno de mis personajes cuando afirma que vivimos en un mundo ordinario. Los códigos están en vías de extinción. E, irónicamente, el tigre harapiento es una especie que no desaparece.
Pero no es la intención ser solemne en el relato: la contratapa del libro les advierte que mi universo es el del folletín.
Tengo como protagonistas a criminales y policías, además de la deuda que le tiene el género a Sir Arthur Conan Doyle con su lógica deductiva y monólogos impecables. Sumándole a mi historia la acción física propia de mediometrajes franceses del cine mudo como Fantomas, Los Vampiros y Judex. De ahí la sonrisa que me pintan colegas cuando me hablan de grand guidnol o novela pulp. Además de hacer hincapié en lo porteño.
Esos son piropos, bienvenidos piropos, como el hecho de que alguien lea mi novela.
Que alguien se anime a bailar al ritmo de la Orquesta del Gato Cabezón.
“Siete & el Tigre Harapiento” es el adiós a los escenarios porteños por parte de los músicos.
Ojalá disfruten del recital.

martes, 1 de noviembre de 2005

Man on the moon


¿CONOCEN DE R.E.M., Man on the moon?

Esa es la pregunta fácil. Solo tiene dos posibles respuestas. Sí o no.

En caso de haber contestado afirmativamente, la que viene es la difícil.

¿Son capaces de recordar dónde fue la primera vez que escucharon esa canción?

Particularmente, eso es algo que no me voy a olvidar.

Me enteré de ella en un telo, mientras me vestía para abandonar la habitación aunque todavía no hubiera terminado el turno.

“De su más reciente producción discográfica titulada Automatic for the People, lo nuevo de la banda de Michael Stipe sonando en el 94.3 de tu dial. En FM Horizonte. R.E.M. Man on the Moon”; palabras más, palabras menos, lo anunció Mario Mazzone pisando la intro de un bajo country y esa guitarra llorando melancolía que me hechizaron de una, mientras que mi compañera de la universidad me apuraba para que saliéramos.

Para decir adiós, ella me dio un beso en la mejilla antes de pisar la vereda por la que huyó velozmente rogando que nadie la viera, camino a la casa de su novio.

Yo bajé por Entre Ríos notando que me había olvidado de atarme los cordones de mis botitas de básquet negras; un poco por los reclamos de ella y bastante por haberle prestado atención a ese tema.

“…If you believe they put a man on the moon, man on the moon

If you believe there’s nothing up his sleeve, then nothing is cool...”.

Todo se reducía, y se reduce, a creer.

Contando las monedas cuando llegué a Rivadavia, pude comprarme la entrada en el Gaumont para ver Batman Vuelve. No me pongo colorado al afirmar que para mí era una prioridad la Gatúbela de Michelle Pfeiffer.

Man on the Moon y Batman Returns.

Casi quince años habían pasado desde esa siesta de sábado.

El almanaque se me cayó encima al encontrar empapelada la ciudad anunciando el estreno de Batman Begins.

Pero la década y monedas transcurrida no fue lo que me hizo decir “¡mierda! ¡ya estás grande Oyolita!”.

Lo que decididamente me rompió las pelotas fue darme cuenta de que –por primera vez en el cine- Batman era más joven que yo.

La puta madre.

Esa era toda una novedad.

No como mi viaje diario al laburo.

Trayecto harto conocido siempre presente con familiares rostros anónimos.

Focalizando en un punto: en el acceso de Plaza Miserere al subte A, en las escaleras de Mitre y Pueyrredón, hay un vendedor de chipa que está en ese lugar desde que yo viajo en el Sarmiento. Siempre piropeando gorditas a las que dispara palabras que intuyo pero no alcanzo a escuchar, acompañadas con un característico ademán. Como él, por ahí todavía deambula un pastor evangelista con la Biblia en la zurda y un megáfono en la derecha para dar su mensaje de paz y amor. Vendedores de panchos, gaseosas baratas y cervezas. Garrapiñeros. Gatos. Muchos gatos. Siguen pidiendo limosna personas de diferente sexo sin límite de edad. Se sabe que están, aunque no se vean, punguistas; por más que anden vigilando permanentemente policías con rostros de nenes, que cuando los cabellos se les llenen de canas y la barriga les cuelgue sobre el cinturón, van a seguir controlando el área con nuevos uniformados de rostros infantiles. Y por supuesto, no pueden faltar ellos, los que comparten mi condena: la interminable fluidez de pasajeros esperando colectivos, subtes o trenes.

La mañana siguiente a la del bajón por los afiches de Batman Inicia, el temporizador se había activado a las seis menos diez, como lo venía haciendo de lunes a viernes desde hacía años en una rutina aparentemente inalterable. El televisor se encendió y en su pantalla apareció un clip en el que Courtney Love corría vestida de hada por las góndolas de un supermercado. La letra de la canción aparecía subtitulada. La novedad de esa sección de Much Music captó mi atención mientras largaba los últimos bostezos apuntando mis brazos hacia el techo del departamento.

Rascando y acomodando a mi muchacho por encima del bóxer, bonita sorpresa me llevé cuando escuché ese bajo country y esa guitarra llorando melancolía mientras Michael Stipe caminando por una ruta me contaba acerca de ese hombre en la luna, del Andy Kaufman de la película de Milos Forman interpretado por Jim Carrey. El cantante de R.E.M. en el estribillo se lucía preguntándole al espíritu de Andy si conocía el chiste que estaba a punto de contarle o si donde se encontraba seguía imitando a Elvis, “Hey baby!” impostando la voz y sacudiendo los hombros como el Rey en este verso…

“Hey Baby!”, me repetí con una sensación de deja vú que, curiosamente, no linkeaba en lo absoluto a las incendiarias performances de Presley.

El movimiento y, sobre todo, esa pronunciación yo los tenía vistos y escuchados de otro lado. No sabía, más bien no identificaba, de dónde; pero me era absolutamente familiar.

Olvidando el tema de mi edad, se me contagió Man on the moon, que tarareé e interpreté una y otra vez camino al laburo con una alegría inusitada en mi persona.

Por algo era.

Crucé chanchos y molinetes al llegar a Once. Bajé por las escaleras hasta la vereda de Bartolomé Mitre y atravesé la calle y las dársenas para una vez en Plaza Miserere esquivar colas de pasajeros esperando sus respectivos bondis.

Y entre dos canas que traían esposado a un carterista, en voz alta entoné:

“Hey Andy did you hear about this one?”

Tell me, are you locked in the punch?”, le pregunté al pastor evangelista, logrando el milagro: enmudecerlo.

"Hey Andy are you goofing on Elvis?”, le puse más ritmo y ganas al asunto, inesperada e involuntariamente detrás de una gordita que me escuchó y apuró el paso.

Y entonces descubrí algo de lo más loco que me tocó vivir en mis días.

El secreto que ahora comparto con ustedes.

Como si fuera en estéreo, con el paraguayo vendedor de chipa, los dos le cantamos al oído a la rellenita adolescente un “Hey baby!”, y el paragua además sacudió los hombros apuntándole con los dedos antes de su “rojayjú porá”.

De ahí tenía ese puto gesto.

Me cayó la ficha.

Lo supe en ese instante y ni lo dudé: Bob Dylan, Calamaro y tantos otros no se habían equivocado.

Elvis estaba vivo… y el Rey vendía chipa en el acceso a la estación Miserere del subte A.
La sonrisa que se le extendía de oreja a oreja al ver esos glúteos que anadeaban de izquierda a derecha y viceversa se le borró al darse cuenta de mi presencia. Mi rostro y mi silencio habrán desbordado sorpresa y sinceridad porque lo primero que me dijo el Sr. Presley fue un “¿no me diga que me ha agarrado in fraganti caballero? ¡Dera sore yerá! La culpa es mía: es que soy como un perro de caza. Siempre me pasa lo mismo. Tendría que ser más precavido pero no puedo… no puedo evitar enamorarme. Está en mi naturaleza ¿Chipa? Dos por un peso te voy a hacer”.
Escarbé con el índice y el pulgar en el bolsillo relojero del jean logrando un segundo milagro: encontrar una moneda.

¿La chipa? Estaba tan o más dura que yo.

-Tengamos una pequeña conversación chamigo -me propuso el Rey– deme cinco minutos, no sea cruel -insistió.

Asentí con la cabeza.

-¡Opama la fiesta uatá terejó! Le propongo algo curepí: venga todos los días a verme que siempre le voy a hacer el mismo precio por mi chipa. Que sea ese nuestro secreto. La chipa es lo que me mantiene- me confesó guiñándome un ojo.

¿Yo? Le estreché la mano para decirle hasta mañana.

¡Boludo! ¡Le di la mano a Elvis! ¿Entienden?

Le di la mano.

Una vez.

Fue solo esa.

Al otro día ya no estaba.

Nunca más lo volví a ver.

Se había ido a la mierda.

Le pregunté al pastor evangelista si sabía algo.

“Artista exclusivo”, me explicó haciéndose la señal de la cruz y señalando hacia arriba, al cielo; mientras que un ejército de gatos caminaba dibujando círculos en el lugar donde solía tener su puesto el Rey.

Arqueé las cejas y arrugué la frente, indignado.

Entonces me dieron tácitamente la canonización cuando se comprobó mi tercer milagro. Ese, que a mi entender nos hace a todos santos.

Otra no quedaba.

Simplemente seguí.

Y eso ya era mucho.

Aunque lo odiara, seguí cumpliendo con mi laburo. Seguí superando, o por lo menos lo intento, que Batman sea más chico que yo. Seguí creyendo que Elvis está vivo y piropeando gorditas vaya uno a saber dónde, implacable con su “hey baby! rojayjú porá!”. Convencido, absolutamente convencido, que si la muerte lo alcanzaba algún día, a ella también le iba a decir “hey baby!”.

Y seguí cantando Man on the moon.


*Publicado en el Nro. 11 de la revista Oliverio. Noviembre de 2005.