lunes, 29 de diciembre de 2008

No Retornable

En su última edición del año, la crítica de Nicolás Pose al Tres, Manzotti, Arroz & el Padre Montoya; y el primer capítulo de 2018- La Guerra del Gallo de Juan Guinot.

sábado, 27 de diciembre de 2008

viernes, 26 de diciembre de 2008

El pibe repoyo

San La Muerte

Leonardo Oyola (Buenos Aires, 1973) es el reciente ganador del premio Dashiell Hammett que entrega la Asociación Internacional de Escritores Policíacos en la Semana Negra de Gijón, España, con su novela Chamamé. Santería se titula la novela de este autor que Negro Absoluto eligió como una de sus primeras opciones.

Santería es la historia de Fátima apodada la Víbora Blanca, una cartomante de una villa bonaerense a quien se le anuncia a través de una aparición que su mejor clienta, la Marabunta, la va a asesinar en la mañana de Navidad. A partir de ese momento comienza a tomar medidas contra el tiempo para evitar que eso suceda.

En el camino hacia el final, el autor sorprende a cada página, tiñendo a la novela de una atmósfera mística, pero no de una mística “oficial” ya que lo que reina en estas páginas es la mística popular, la religión y las creencias que nada tienen que ver con las del Vaticano. Está presente todo el tema de San La Muerte y El Gauchito, en auge en los últimos tiempos al ser venerados por los habitantes de las villas argentinas, el de San Jorge, un santo compartido por varias religiones entre ellas el Umbandismo, al igual que todo tipo de santos y religiones populares.

Todo está mezclado, todo se entrecruza, y este hecho en lugar de confundir, o de menospreciar como si se tratara de un menjunje, le da potencia a la histioria, sin caer en ningún momento en el pintoresquismo o en el tratamiento paródico de las religiones “marginales”.

A la hora de explicar la procedencia, el linaje de las protagonistas, el autor despliega un recurso que le da un brillo a la novela y que termina siendo uno de los mejores momentos. Para cada una de las historias sobre el pasado de los personajes hay dos versiones, dos historias diferentes, una “real” y otra mística, más legendaria. Oyola se vale de las dos, y en ningún momento se inclina por alguna de las opciones, convenciendo al lector de que quizás lo mejor sea creer las dos.
Pero paralelamente hay otra historia que también es encarada de forma religiosa. La novela está ambientada en Puerto Apache en 1996, año en que se comenzaron las medidas oficiales para transformar esa villa en la sofisticada Puerto Madero. La protagonista siente que por su culpa, la maldición que cae sobre ella (fruto de su procedencia) provocará la destrucción de toda la villa. El narrador en ningún momento desmiente esto, lo que poco a poco comienza a tomar el valor de verdad absoluta. El destino es imposible de cambiar.

Todo esto sumado, el destino inexorable, el oráculo que advierte, la maldición sobre una comunidad, la sustitución de la razón por la fe, en un lugar donde vuelan los tiros, nos da como resultado una historia atrapante, contada de una manera muy original, como si se tratara del Apocalipsis, contado en clave de tragedia griega y western, de ese mundo que es la villa.

Escrito por Diego Recoba en su blog.
Muchas gracias. Buen año, hermano.

lunes, 22 de diciembre de 2008

domingo, 21 de diciembre de 2008

Los domingos son para dormir...

...y mañana, lunes, para acompañar y leer a Sonia.

sábado, 20 de diciembre de 2008

Libro de las revelaciones

Los elegidos para la redacción de la Ñ, acá.

domingo, 14 de diciembre de 2008

La noche boca arriba

Por María Eugenia Villalonga

Una leyenda urbana bastante verosímil –la derivación de la palabra atorrante del nombre del fabricante de los caños de desagüe de la red cloacal de Buenos Airees, A. Torrent, donde pernoctaban los sin techo a comienzos del siglo pasado- es el disparador de esta novela inquietante que se mete con el género de terror y sale bien parada.

El protagonista, un ciruja que duerme en los túneles del subte D en construcción, una helada noche del 39, ve morir a su amigo a manos de una presencia indefinible. Mucho más explícita es la presencia de uno de los jerarcas de la empresa constructora de subtes, acompañado de dos guardaespaldas, dispuestos a impedir que salgan a la luz los crímenes secretos de los distinguidos dueños de la empresa y del país, Ortiz Basualdo, Villamil y Leloir.

Diablos que se materializan en carneros que se incorporan sobre sus patas traseras, en voluptuosas mujeres depredadoras, en esquizofrénicos personajes que hablan como poseídos, en fuerzas monstruosas que despedazan a su oponente, hacen dialogar al relato con distintos clásicos del género, en particular con “Los crímenes de la calle Morgue”.

Pero junto con lo sobrenatural conviven otras causas que amenazan al grupo de atorrantes formado por el protagonista, un ingeniero defensor de los derechos de sus obreros, un cura villero armado hasta los dientes y un chino piromaníaco y que tienen más que ver con condiciones materiales que con peligros inmateriales: la larga noche que significó la década infame y su espejo europeo, el nazismo en ascenso, y que posibilitó lo que algún desvariado personaje dice acerca de la construcción de túneles: “¡Liberaron del infierno al mismísimo diablo!”, abriéndoles las puertas a la impunidad de los poderosos.

Más de un fantasma recorría el mundo por aquellos años. Si en este relato, “la lucha entre el bien y el mal” en palabras del cura, se historiza en la lucha de clases y se condensa en las figuras del desaliñado ingeniero sindicalista y el atildado funcionario de la empresa, la clase obrera organizada, con su sombra amenazante, la huelga, deviene en el apelativo que el protagonista le pone al ingeniero, “el de moño desatado”.

“La noche me respiró en la cara” alcanza a decir el piruja amigo antes de morir y se refiere a la presencia fantasmagórica que lo aniquila. O quizás no sea otra cosa que el desamparo.


Publicado en el suplemento de cultura del diario Perfil.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Leer como si se escuchara

La reseña de Hacé que la noche venga escrita por Patricio Zunini para el blog de Eterna Cadencia, acá.

jueves, 11 de diciembre de 2008

sábado, 6 de diciembre de 2008

Todos los atorrantes van al cielo

Por Agustín J. Valle

¡Pum!, y al primer sopapo ya estás adentro. La voz de Oyola narra su historia desde el interior de tus propios huesos. Empieza en el túnel en construcción del tramo a Plaza Italia de la línea D, año 1939; en un confuso episodio, dos cirujas –perdón: reivindicados atorrantes- se topan con “una oscuridad que puede adoptar una forma definida”: uno es asesinado, al ir a mear, violenta y misteriosamente. “Fue la noche... La noche me respiró en la cara”, llegó a decirle a su amigo, el Tres, quien protagonizará una trama vivísima -con varios muertos más- que, con textura de película, es un policial de aventuras con escenas de western, elementos fantásticos y la urgencia del terror, tramado en una rigurosa novela histórica.

Oyola fluye por un túnel narrativo que late con matices y colores, gemas como un gato “esquizofrénico” (como dice Laiseca en la contratapa) que defiende a su humano sólo para comerlo cuando muera; o digresiones que nos trasladan, con la naturalidad de desplazamiento de un vals, al desierto mexicano, bajo cuyo sol calcinante el propio Diablo recibe la furiosa descarga del Winchester de un cura enloquecido. Hay tramos oníricos muy bien plantados que, además, ordenan la conducta de los personajes, y muchísimo diálogo, arte que Oyola (finalista del premio Clarín con Siete & el Tigre Harapiento; premio Hammet al mejor policial negro de 2007 por Chamamé) maneja con especial soltura. De hecho el registro base del narrador es oral, bien de un tipo que está contando algo (“la historia que este viejo loco les va a contar...”). Imposible eludir, aquí, la experiencia del autor como narrador en vivo, forjada sobre todo con su banda literario-rockera, El Quinteto de la Muerte, de la que también diseña los flyers de invitación. Su lucidez gráfica juega, también, en cómo escribe: arma páginas con frases que aunque consecutivas por su contenido van separadas con punto y aparte, apostando por el impacto visual del espacio blanco. Así el relato adopta ritmo musical y uno siente la velocidad a la que mueve la mirada para leer a ver qué sigue, para seguirle paso al Tres en su cruzada justiciera.

Tiene de aliado un joven ingeniero defensor de los intereses proletarios frente a la empresa constructora se subtes que es inglesa, canalla y matona. Hay en la novela un clasismo (pre peronista) de frescura inhabitual. Pero aún más allá hay un cuestionamiento del sentido del dinero: el protagonista, zumum de la precariedad material, es nieto del Mr. Torrent inventor de los caños fluviales homónimos (que al ser frecuentemente usados como cobijo nocturno originaron el verbo lunfardo sinónimo de dormir), y se insinúa que, con padre aún millonario, el Tres optó por la vida callejera, rechazando lo que normalmente hay que desear. Es un personaje ambivalente, despojado pero ducho en jazz, de a ratos orgulloso de sí mismo y de a ratos convencido de que siempre fue un boludo, y esa fragilidad estructural es enriquecedora porque le cabe una gran de acontecimientos. Osvaldo Soriano, King Kong, los Rolling Stones y Edgar Poe aparecen más o menos linkeados. Bajo el mando de un tono profundamente local, Oyola baraja materiales de procedencia diversa con una enorme conciencia del lector: nunca, nunca te suelta.

Publicado en Rolling Stone de Noviembre

viernes, 5 de diciembre de 2008

martes, 2 de diciembre de 2008

Vértigo puro

La reseña de Chamamé escrita por Pablo Braun para el blog de Eterna Cadencia, acá.