jueves, 24 de agosto de 2006
viernes, 18 de agosto de 2006
Send my an angel (right now!)
Acerca de “La dama en el agua”, un cuento para ir a dormir de M. Night Shyamalan.
Mi psiquiatra me sacó la ficha de entrada. Me dijo que yo era el verso de una canción de los Ratones. Que no tengo religión, tengo ansiedad.
Tengo una necesidad imperiosa de creer. Más bien de volver a creer.
Porque mi pulseada con la Fe tiene una larga historia de (des)encuentros.
Vi La dama en el agua, la última película del director de Sexto Sentido; y la verdad, durante la mayor parte de la proyección me la pasé puteando a Shyamalan por el conjunto desmesurado de ridiculeces que iban desfilando una tras otra en la pantalla. Sentí vergüenza ajena por el otrora maestro responsable de una obra mayor como El Protegido, de un entretenimiento eficaz como Señales o de una apuesta a todo o nada como La Aldea. Desconcierto entre tantas emociones mezcladas hasta que llegamos al desenlace donde todo se encastra para que uno defina de que lado está.
Creer en la dama en el agua. O no.
…
Shyamalan y la puta que te parió. La concha de tu hermana.
Yo creo en la dama en el agua.
Y no por abanderar un romanticismo jurásico.
Porque aunque sienta las rodillas oxidadas -y como Don F! nos hiciera avivar el año pasado que por primera vez en nuestras vidas Batman era más joven que nosotros- falta mucho para que me jubile en varios rubros, pero ya hay otros en los que pude sentir la finitud de mi propia existencia.
Necesitaba creer en la dama en el agua y ahora por esa historia tengo el fanatismo del converso. Que es un vuelto al lado de esos quince segundos en los que desde un contrapicado descubrí las alas más lindas que se hayan visto en el cine desde una película de Win Wenders. Y ojo que no hablo de las de Cassiel o Damiel. A mi las que me hechizan son esas alas de pollo que tiene la trapecista, la Marion de Solveig Dommartin. El mismo hocus pocus que destilan los fotogramas finales de la película, desde una subjetiva anclada en la pileta que me miente si lo difuso era el cloro en el agua o mi mirada declaradamente nublada por la emoción.
¿Dije película? No. La dama en el agua no es un film.
Es un cuento para ir a dormir.
Yo prefiero setenta veces siete acostarme con leche en los bigotes, después de haber picoteado unas galletitas, como uno de los personajes principales, antes que volver a tomar el Alprazolam o el Duxetil.
Ahí la pifió mi psiquiatra.
Pero ya me había robado una sonrisa con el rocanrol de los Ratones.
Mi psiquiatra me sacó la ficha de entrada. Me dijo que yo era el verso de una canción de los Ratones. Que no tengo religión, tengo ansiedad.
Tengo una necesidad imperiosa de creer. Más bien de volver a creer.
Porque mi pulseada con la Fe tiene una larga historia de (des)encuentros.
Vi La dama en el agua, la última película del director de Sexto Sentido; y la verdad, durante la mayor parte de la proyección me la pasé puteando a Shyamalan por el conjunto desmesurado de ridiculeces que iban desfilando una tras otra en la pantalla. Sentí vergüenza ajena por el otrora maestro responsable de una obra mayor como El Protegido, de un entretenimiento eficaz como Señales o de una apuesta a todo o nada como La Aldea. Desconcierto entre tantas emociones mezcladas hasta que llegamos al desenlace donde todo se encastra para que uno defina de que lado está.
Creer en la dama en el agua. O no.
…
Shyamalan y la puta que te parió. La concha de tu hermana.
Yo creo en la dama en el agua.
Y no por abanderar un romanticismo jurásico.
Porque aunque sienta las rodillas oxidadas -y como Don F! nos hiciera avivar el año pasado que por primera vez en nuestras vidas Batman era más joven que nosotros- falta mucho para que me jubile en varios rubros, pero ya hay otros en los que pude sentir la finitud de mi propia existencia.
Necesitaba creer en la dama en el agua y ahora por esa historia tengo el fanatismo del converso. Que es un vuelto al lado de esos quince segundos en los que desde un contrapicado descubrí las alas más lindas que se hayan visto en el cine desde una película de Win Wenders. Y ojo que no hablo de las de Cassiel o Damiel. A mi las que me hechizan son esas alas de pollo que tiene la trapecista, la Marion de Solveig Dommartin. El mismo hocus pocus que destilan los fotogramas finales de la película, desde una subjetiva anclada en la pileta que me miente si lo difuso era el cloro en el agua o mi mirada declaradamente nublada por la emoción.
¿Dije película? No. La dama en el agua no es un film.
Es un cuento para ir a dormir.
Yo prefiero setenta veces siete acostarme con leche en los bigotes, después de haber picoteado unas galletitas, como uno de los personajes principales, antes que volver a tomar el Alprazolam o el Duxetil.
Ahí la pifió mi psiquiatra.
Pero ya me había robado una sonrisa con el rocanrol de los Ratones.
miércoles, 9 de agosto de 2006
martes, 1 de agosto de 2006
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