En su ópera prima, “Diablo”, el director Nicanor Loreti entrega una explosiva comedia de acción y humor negro que va camino a convertise en filme de culto.
(Por Leonardo Oyola). El axioma de la gota china. Ese que reza que el agua va a terminar agujereando la piedra tarde o temprano si no deja de caer de forma insistente una y otra vez sobre el mismo punto por más que sea sólo una simple gota... Gota que, podríamos aventurar, también incluye en su prontuario occidental lo de derramar un vaso. Sobre eso versa –entre otras emociones primitivas– Diablo, la película con la que debuta como director Nicanor Loreti (1978), ganadora de la competencia argentina en el Festival de Mar del Plata del año pasado. Porque Diablo nos habla de estallidos. Varios. Internos y externos. Literales. Pasando por lo corporal para llegar a todo lo explosivo que puede llegar a ser un filme de acción. O mejor dicho: que tiene que ser. Y la película de Loreti, principalmente una comedia negra, es un híbrido que para los espectadores nacionales sedientos de exponentes vernáculos del género es precisamente agua. Con una bienvenida variante a su fórmula: hidrógeno dos, oxígeno uno y balas disparadas mil.
La gota china, la gota que derramó el vaso, está primero en el timbre que no deja de sonar de esa casa, segundo en una tragedia del pasado del protagonista que lejos está de abandonarlo en la actualidad y en tercer lugar en el “¿en qué andás?” que no puede parar de preguntarle una y otra vez el personaje de Juan Palomino al interpretado por Sergio Boris. Lógico: cuando un pariente se aparece después de mucho tiempo de no saber nada de su vida es que algo definitivamente huele mal y anda peor. Y es sabido que ese familiar buscando ayuda entre los que son de su sangre por lo general soluciona su dilema heredando el drama. Macanudo. Alguien tiene que pagar. Y Marcos Wainsberg (Palomino) sin pedirlo ni haberse ofrecido, como suele suceder en estos casos, recibe todos los muertos de su primo Huguito (Boris).
Hacer una lista con la fauna variopinta que llega hasta lo del Inca del Sinaí, tal como se lo conoce al ex boxeador que encarna Palomino, sería servirle un plato de sopa fría al posible espectador de una película que antes de su estreno comercial –y gracias a los premios cosechados en sus pasos previos por festivales– ha ganado de entrada los laureles propios de un filme de culto. Olimpo al que accede junto a Fase 7 (2011), de Nicolás Goldbart, y a la celebradísima Aballay (2011), de Fernando Spiner, como los exponentes más logrados en lo que va de esta década; nobleza obliga: siempre hablando de cine de género duro y puro y dentro del panorama de una alicaída industria nacional que apuesta poco y nada a este tipo de realizaciones. Y de un público que no suele acercarse al número que se necesita en la taquilla desde lo comercial. Pero esa es otra historia.
En Diablo, el más cinéfilo, puede encontrar en el ADN de la película al Jueves de Skid Woods como también el aporte desde la edición para lo narrativo que supiera ser la marca registrada del primer Guy Ritchie, el de Juegos, trampas y dos armas humeantes. A esto habría que sumarle todo aquello que ha hecho de Loreti un amante del séptimo arte: ese cine que descubrió y con el que supo crecer durante el final de los setenta y en toda la década del ochenta homenajeados desde la secuencia de títulos en el comienzo del filme. La gran actuación de Palomino, quien se pone al hombro la película, recuerda a la posta que se supieron pasar actores como Charles Bronson y Burt Reynolds –incluso el Clint Eastwood de la saga con el orangután Clyde–antes de que Sylvester Stallone con la M-60 y Arnold Schwarzenegger con sus viajes en el tiempo redefinieran los modelos de (anti)héroes en este tipo de historias.
Loreti comenta que entre tantas cosas que supieron ser motores para este proyecto le han servido declaraciones realizadas por el actor Lance Henriksen –el Frank Black de la serie Millennium o los diferentes Bishop en las Alien en las que participó– a su trabajo bajo las órdenes de John Woo en Operación: cacería con Jean-Claude Van Damme. Henriksen declaró la importancia que le daba un realizador considerado como el estilista del cine de acción a las relaciones entre sus personajes. Que de si funcionaban o no dependía el enganche con el filme más allá de las convenciones del género. Loreti apostó al vínculo entre Marcos (Palomino) y Huguito (Boris) por encima de las cataratas de gags y de la adrenalina de las peleas coreografiadas y los tiroteos a mansalva y el resultado es la alegría que trasmite la película en la pantalla grande.