domingo, 21 de enero de 2007

La cicatriz que nos hizo Mary Ellen Moffit


Por Leonardo A. Oyola

La película que me desvirgó los ojos fue La Guerra de las Galaxias.

El “¡Escualo Miserable!” del Jefe Brody es uno de mis mejores orgasmos.

Gracias a Rocky, siempre saqué fuerzas no sé de donde para llegar al último round.

Sí, sí: las pestañas de the eye of the tiger son mi ancho de espadas.

No me vengan con camas pirañeras ni putas con el cuerpo y la cara de Sandra Ballesteros: cuando yo vuelo, lo hago como Christopher Reeve, con la música de John Williams de fondo.

Y lo confieso, y no me pongo colorado: la que me hizo llorar por primera vez fue el King Kong de Dino De Laurentis.

Para la misma época, creo haber ido a ver una improbable versión del Zorro en Venezuela con un amanerado Alain Delon, cuando no andaba de capa y espada; y –en continuado- una de Charles Bronson: El Búfalo Blanco.

De esas solo tengo flashes.

El Zorro entrando a una iglesia destrozando un ventanal.

Charles Bronson y un indio que era un muro encontrándose -y enfrentándose- en la nieve con el bicho que le daba título a la película.

De King Kong me acuerdo casi todo.

Tuve el álbum de figuritas y en una pared un poster de TV Guía con Jessica Lange que había pegado mi viejo. Yo no sabía o no entendía muy bien de que laburaba mi papá. Salía mucho de noche. De escucharlo, aprendí a hacer comentarios de películas. Si hasta una vez llegué a mentirme que mi viejo era crítico de cine.

Yo, cuando abro la jeta, soy de irme por las ramas.

El siempre fue corto, directo.

King Kong, el tema central de la película y su mensaje, Rolo me lo definió así: "Pini, aprendé muy bien lo que vale una rubia".

Y tenía razón.

Al mono tremendo -¡ojo! nunca tratar de gorila al capo, ¿eh?- enamorarse de Jessica Lange le valió que lo tabletearan con un par de M60 desde varios helicópteros de combate. Lo hicieron cagar fuego en las Torres Gemelas 25 años antes de que a las Torres Gemelas las haga cagar fuego Osama.

Hasta no hace mucho, yo estaba seguro que había llorado la ejecución del Rey Kong.

Hoy, se que esa era la excusa.

Porque… dicen que los hombres no deben llorar por una mujer, no deben llorar…

Esa rubia emocionaba y aún hoy lo sigue haciendo.

Esas mujeres –rubias o no- son las que me/nos iniciaron en el fuego, jugándolas tanto de manzanas como de Evas.

Jessica Lange.

La Adrian de Rocky.

Luisa Lane.

La Princesa Leia…

¿Y en Tiburón?

En Tiburón hay una escena en la que durante una noche de ronda, los protagonistas empiezan a medir cual tiene la cicatriz más importante. El Jefe Brody, el hombre de familia, queda fuera de competencia porque son un chiste los puntos de su operación de apendicitis. La pulseada entonces se da entre el pescador veterano y el joven biólogo inexperto. Contra todos los pronósticos gana el pendejo, cuando muestra su pecho desnudo.

Nada, salvo el pulóver de pelos.

“Mary Ellen Moffit”, pronuncia dibujando con el índice una marca: “me partió el corazón”.

Vimos esas películas siendo chicos y hoy las llevamos tatuadas.

Y cuando éramos chicos, como nos cantan The Killers, hinchamos por nuestros héroes cuando no jugábamos a ser ellos.

Hoy, sabemos que para encontrar a la Princesa Leia definitivamente tenemos que irnos hasta una galaxia muy-muy lejana. Que si pintan los guantes y tenemos que subir al ring contra Apollo, Mr. T o el ruso Iván Drago el combate no nos asegura una mina como Adrian. Que no podemos hacer que el tiempo vuelva atrás cuando perdimos a Luisa Lane. Que una rubia como Jessica Lange –que cualquier rubia, cualquier Jessica, cualquier mujer- es preparar el pecho para recibir munición a voluntad.

De todas, la más honesta siempre fue Tiburón y la cicatriz que nos hizo Mary Ellen Moffit.

Insisto, hoy, que los cines donde vimos esas películas ya no existen.

Y que Lavalle solo es un balcón de un departamento en contrafrente.


Publicado en el diario Perfil, en su edición del domingo 21 de enero de 2007