Javier Molino es un personaje secundario de “Igor”, la novela de Federico Levín que estamos presentando esta noche.
Una noche de celebración y encuentro. La noche en la que muchos de ustedes van a festejar haber conocido al caballero que da título al libro.
Y, desde ya, a sus chicas, Natschenka y Milena.
Pero yo me quiero detener en Javier Molino, y por supuesto, en su Salieri.
Molino es músico. Pianista.
Un genio inquieto en busca de cierta nota, de un sonido, de un ruido, que sea capaz de quedarnos a nosotros, su público, tatuado en la memoria.
Su némesis es el afinador del piano.
Un tipo con el que Molino tiene un pasado en común.
Una historia.
El afinador es algo así como el pianista de la película “Claroscuro”.
Alguien que perdió su infancia y adolescencia ante las exigencias de un padre obligándolo a convertirse en un genio.
Pianista y afinador, ambos personajes, pagan un precio por lo que son y por lo que quieren hacer.
Pagan un precio por llegar al final de sus respectivas búsquedas.
La de un sonido.
La de una venganza.
Ambos se exponen.
Y a los dos, lo primero que los está esperando para frenar sus intenciones es el fracaso.
El fracaso.
“El fracaso es el afrodisíaco moderno”, afirma otro personaje en la novela.
Cuando uno conoce a Federico Levín lo primero que se destaca en él es su exposición constante.
Boquea.
Boquea todo el tiempo.
Boquea mal, el hijo de puta.
Perdóneme, Adelfa, no fue literal obviamente.
Pero su bebé… ¡no sabe cómo boquea!
Boquea… porque tiene con qué.
Una precocidad innata como el descaro lúcido y sensible que nosotros siempre le festejamos al Nene.
La forma que tiene de burlarse de las estructuras, géneros y lugares comunes que como él mismo dice es lo que lo excita de su escritura.
No el fracaso. Que sí, es una posibilidad latente.
Levín, cuando escribe, asume ese riesgo.
Y le importa un carajo.
Richard se lo marcó: donde muchos pecan de no aptos para diabéticos Levín puede desbarrancarse en lo emotivo sin perder su firma, siendo piadoso con sus criaturas. Las mejores páginas de Igor así lo demuestran. La mañana de su Rafael también lo corrobora como su “Calle de los Maniquíes”, su mirada sobre el Abasto, su mirada hecha y derecha sobre un tipo que se enamora y se separa, en un cuento que creo que es de lo poco de Federico que tiene principio, nudo y desenlace a lo old fashion, porque el Nene tendrá su genio pero lo sabe dejar de lado ante una historia.
Una buena historia.
Y ese es su ancho de espada como escritor. Nunca perder el Norte de lo que quiere contar.
Lo que quiere trasmitir.
Y eso se ve, y mucho, cuando lee.
Cuando comparte lo suyo.
Caras de felicidad.
Caras que contrastan con las de aburrimiento, que son generalmente las que aparecen en eventos de los que él participa escuchando -y después boqueando- aunque se declare abiertamente enemigo de la cultura del vasito de agua y el escritorio.
Del escritor intocable, eminencia.
Levín está del otro lado.
Porque él eligió ponerse de ese lado.
El difícil.
Él, nosotros, decimos “el lado que está bueno”.
Bueno… y difícil.
El que hay que laburar. Siempre.
Cuando el Nene se calza el sombrero y sale a leer… va buscando esa nota, ese ruido, ese sonido por el que su Javier Molino, el pianista de Igor, lo perdió todo.
Levín paga un precio. Sí.
Pero hasta ahora viene empatando.
Caras.
Caras de felicidad escuchándolo.
Y un boca a boca pidiendo poder leerlo.
Lo que primero fue un rumor cada vez más firme e insistente, hoy se está confirmando. Leer a Levín justifica todo lo que se había oído sobre él.
Esas afirmaciones que ligaban a su narrativa con la elegancia, la singularidad, la exquisitez y la consistencia.
Porque el Nene exhibe en su prosa una gracia encantadora.
Él no escribe que un personaje es petiso. Lo que Levín nos cuenta es que esa persona es “rápida de ver desde los pies a la cabeza”. Sin intervalos.
En “Igor” nos maravillamos al comprobar que en el texto existe tanta riqueza dentro de semejante simplicidad. En verdad deja sin habla… y sí: nos quedamos ya sin adjetivos.
Porque caímos ante el hechizo de esa nota, de ese sonido, de ese ruido; que Molino/ Levín encontraron.
Esa canción que están compartiendo.
De hecho durante las 190 páginas de la novela, casi no existe otra cosa. Y lo único que queda es dejarse llevar por lo emoción de ese triángulo amoroso entre Igor, Natschenka y Milena, esa trampa, y esa trama generada a partir de una mujer y un par de zapatos al costado de una cama.
Leer “Igor”, leer a Levín, hace que en el rostro pongamos un gesto que el describe en su libro.
El de la cara de Milena.
Una cara de dulce hipnosis.
Una cara alucinada.
Uno termina de leer “Igor” y se ve asaltado por emociones mezcladas.
Es intolerable que se haya acabado.
Entonces, la única solución es leer una vez más la novela.
Imaginar, de nuevo y por ejemplo, como suena esa nota –la que buscaba Javier Molino- en nuestras cabezas.
Escucharla otra vez.
Porque en la novela de Levín están, y conviven, el veneno que nos inocula el texto y el antídoto con el que nos sana.
Como su músico y como ese villano traicionero de biografía para piano solo, Levín no para en su búsqueda por esa nota, ese sonido, ese ruido que a él como escritor lo moviliza. Y que a nosotros, como lectores, nos saca de un rol pasivo.
“Igor” es el encuentro de esa nota, de ese sonido.
“Igor” es ese final contraproducente, venenoso e incorrecto.
Venenoso e incorrecto.
Como su autor: Federico Levín.
Leído en El Conventillo de Teodoro durante la presentación de "Igor", novela de Federico Levín; entrevistado para la ocasión de forma brillante por Pedro Mairal y acompañado como siempre y desde siempre por el maestro Facundo Gorostiza en la viola.