Si la memoria no me falla, creo que ahí fue donde registré la marca de una cerveza que iba a probar -por primera vez- cuando duplicara la edad que tenía en ese momento. Budweisser estaba escrito en la lona, en las esquinas y hasta en la bikini de la mina que pasaba anunciando con un cartel cada round.
Fue la madrugada de un domingo. Todavía siento el frío temprano de ese abril. Yo me pellizcaba las manos para mantenerme despierto. En “Trasnoche Aurora Grundig” había visto una película de terror con un Drácula rubio y de traje blanco. Cambié de canal haciendo retroceder la perilla del siete al dos. Y me encontré con Osvaldo Príncipi y un periodista que era idéntico a Juan Ramón hablando. Enseguida fui a despertar a mi papá y a mi hermano; asustado, pensando que ya habían subido los boxeadores al ring.
Puse a calentar el agua para el mate mientras mi viejo se lavaba la cara y los dientes. Mi hermano salió de nuestra pieza envuelto en una colcha. Nos sentamos los tres en el sillón. Cebé el primer amargo cuando sonó la campana.
Le teníamos bronca a esos dos negros de mierda.
Y también los admirábamos.
Habían hecho cagar fuego a nuestros pollos. Uno a “Pipino” Cuevas. Otro a “Martillo” Roldán. Los dos a “Mano de Piedra”.
Esperábamos que se maten. Y así lo hicieron.
No se noquearon. Duraron los doce rounds.
Y en fallo dividido ganó el que había terminado sostenido por su esquina. Las piernas no le daban más.
Pero Sugar Ray había obtenido la victoria a cuarenta y dos segundos de que finalizara el cuarto asalto.
El Gráfico, Osvaldo Príncipi y hasta mi papá decían que la trompada de “Maravilla” Hagler era la trompada más larga del mundo por los kilométricos brazos que tenía el pelado.
Pero ese día la trompada más larga la dio Leonard.
Un tirabuzón. Dos vueltas, para nuestros ojos, en sentido contrario al de las agujas del reloj. El aviso del tremendo gancho al estómago que se comió ese doberman rabioso parado en sus dos patas traseras que era Hagler.
Esa trompada nos despabiló, no a mi hermano.
Príncipi y ese que se parecía al que cantaba “Tabaco y ron”, emitieron un sonido a mitad de camino entre risa y grito. Los relatores norteamericanos tuvieron la misma reacción, pronunciando más largas sus vocales.
Mi papá y yo nos levantamos de un salto. Y ahí se me escapó de las manos la pava. Y a la pava se le salió la tapa.
De pedo no le quemé las pelotas a mi viejo. Sí las gambas. Mi papá me sacudió un coquito en la cabeza y nos mandó a dormir a los dos. Mi hermano sin comerla ni beberla. Siempre con la colcha encima, encaró para la pieza y se dejó caer boca abajo en su cama. Todavía me reputeaba mi viejo cuando vio la repetición de la trompada de Leonard. Eso lo hizo recordar cómo era sonreír.
Yo cerré la puerta corrediza cuidando dejarla un poco abierta para seguir mirando la pelea a escondidas. El comedor estaba a oscuras y la única luz encendida era la pantalla gris del televisor.
Puse a calentar el agua para el mate mientras mi viejo se lavaba la cara y los dientes. Mi hermano salió de nuestra pieza envuelto en una colcha. Nos sentamos los tres en el sillón. Cebé el primer amargo cuando sonó la campana.
Le teníamos bronca a esos dos negros de mierda.
Y también los admirábamos.
Habían hecho cagar fuego a nuestros pollos. Uno a “Pipino” Cuevas. Otro a “Martillo” Roldán. Los dos a “Mano de Piedra”.
Esperábamos que se maten. Y así lo hicieron.
No se noquearon. Duraron los doce rounds.
Y en fallo dividido ganó el que había terminado sostenido por su esquina. Las piernas no le daban más.
Pero Sugar Ray había obtenido la victoria a cuarenta y dos segundos de que finalizara el cuarto asalto.
El Gráfico, Osvaldo Príncipi y hasta mi papá decían que la trompada de “Maravilla” Hagler era la trompada más larga del mundo por los kilométricos brazos que tenía el pelado.
Pero ese día la trompada más larga la dio Leonard.
Un tirabuzón. Dos vueltas, para nuestros ojos, en sentido contrario al de las agujas del reloj. El aviso del tremendo gancho al estómago que se comió ese doberman rabioso parado en sus dos patas traseras que era Hagler.
Esa trompada nos despabiló, no a mi hermano.
Príncipi y ese que se parecía al que cantaba “Tabaco y ron”, emitieron un sonido a mitad de camino entre risa y grito. Los relatores norteamericanos tuvieron la misma reacción, pronunciando más largas sus vocales.
Mi papá y yo nos levantamos de un salto. Y ahí se me escapó de las manos la pava. Y a la pava se le salió la tapa.
De pedo no le quemé las pelotas a mi viejo. Sí las gambas. Mi papá me sacudió un coquito en la cabeza y nos mandó a dormir a los dos. Mi hermano sin comerla ni beberla. Siempre con la colcha encima, encaró para la pieza y se dejó caer boca abajo en su cama. Todavía me reputeaba mi viejo cuando vio la repetición de la trompada de Leonard. Eso lo hizo recordar cómo era sonreír.
Yo cerré la puerta corrediza cuidando dejarla un poco abierta para seguir mirando la pelea a escondidas. El comedor estaba a oscuras y la única luz encendida era la pantalla gris del televisor.