“Gólgota”, la cuarta novela del joven escritor Leonardo Oyola (Buenos Aires, 1973), no es una novela sobre malos y buenos que les ganan. Porque los “buenos” combaten a los malos según el momento. Porque al final nadie sale vencedor, salvo la muerte (que cultiva en ambos bandos), y su agente comercial la violencia (“La reina de reinas no es la madre de Cristo. No es la virgen. La reina de reinas acá y en todas partes es y será la violencia. Porque esa sí es madre… de todos los males”). Es en todo caso una novela de contrarios, de un policía solitario a punto de jubilarse (Lagarto) que siempre creyó en lo que está haciendo, aunque a veces eso implique jugar sucio, incluso fabricar pruebas, y que siente un deber de padre protector hacia el otro policía (Calavera), joven instalado en la treintena que a base de esfuerzo logró salir de la opresión de las calles de Villa Scasso, donde de seguro estaría condenado a ser uno de los otros, uno de los matones de los Pibes, y que contrariamente a Lagarto tiene un hogar con una familia que le espera.
La policía no se mete con los pibes, los pibes se mantienen en su zona. Una hija muere desangrada por un aborto clandestino en los brazos de su madre, y la madre se suicida. ¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro? Pues que este último es un incidente que lleva a reabrir la guerra “patas negras”, “azules” o “policías” versus Pibes de Villa Scasso o delincuentes. Como correa de transmisión actuará el propio Calavera, que se convierte en vengador, justiciero, o juez y parte en esta guerra que él desata y en la que sucumbe. Su particular gólgota como no podría ser de otra manera está en Villa Scasso.
La verdad es que al lector no le salpica mucha sangre. En su mayor parte corre por dentro, por los canales de los sentimientos de Calavera, que se desbordan ante el acontecimiento que le toca de plano, la muchacha muerta bien podría haber sido su hija de haber mediado otras circunstancias entre él y la madre de aquella que fuera su antigua novia. También por los canales de los sentimientos de Lagarto, que pierde lo más parecido a un hijo y al que las reglas del honor obligan a lavar con otra sangre la de su compañero. Bueno, algo de sangre sí que hay.
Si en la novela negra convencional la acción apunta ahí mismo, a la acción, partiendo de un fuerte nudo que poco a poco hay que desatar con constantes avances y retrocesos en el proceso, o sea, manteniendo la tensión, en esta novela negra-social, el nudo y el peso de la acción lo soportan los sentimientos, siempre contradictorios entre sí, de cada uno de los dos policías: El mayor ya lo hemos dicho, que cree en lo que hace pero que a veces se tiene que plantear si eso es lo correcto, que hubiera deseado con todas sus fuerzas una familia a quien querer (nada más lejos del policía arquetípico de novela negra convencional). Eso sí, como un policía de esos que hablamos, también empina el codo (aunque solo en el bar en cuyo espejo roto se refleja su figura; en el “Tenéme al chico” (Es irónico que un espejo hecho mierda te muestre en verdad quien sos”, su familia de barra en el barrio de Atalaya, una historia colateral que infla con mucho tino al personaje Lagarto. El joven, no es un novato (“Calavera había perdido la cuenta de los tiroteos en los que había intervenido”), sino un luchador curtido antes de la policía, en la ley de los suburbios, pero que siente que ha traicionado a su gente, no a los delincuentes, sino a la gente humilde y sencilla que lucha por sobrevivir con el fruto de su trabajo y con la que el padre Gregorio (“Un gallego de otro planeta que hace su obra social en Scasso”) lucha también. Su figura no se refleja en el espejo roto de ningún bar, sino en la figura de Kuryaki, otro de los Masters del Universo. Gran acierto por parte del autor el introducir esta especie de cuña informativa sobre esta serie de dibujos animados, que se nos desvelan al principio del capítulo “La corona de espinas"; ahí entendemos el porqué de los apodos.
Los modismos y giros están bien usados, vienen colocados de forma que uno no necesita un diccionario de argentinismos, sino que por el contexto deducirá el significado de cada uno de ellos. Y por último añadir que si bien el lector acaba el primer capítulo de la novela confundido, es decir este capítulo no le aclara lo que debe esperar, y hasta bien avanzada la novela no sabrá que está inmerso en un flashback, la novela es de fácil lectura, lo que no quiere decir una novela fácil. Como tampoco es fácil la lucha entre esos verbos que los que aprenden español confunden en uno solo: ser y estar, y que son la esencia de esta más que recomendable obra.
José Cruz Cabrerizo