lunes, 30 de abril de 2012

Héroes de arrabal

(Por Mariano Dubín). ¿Cómo escribir el barrio? Desde esa pregunta se puede leer gran parte de nuestra literatura. Discépolo, Borges, Soiza Reilly, Arlt… las distintas maneras de escribirlo suponen –o cierto lector tribunero, categoría donde me incluyo, supone- una complicidad de estéticas e ideologías. (Escribir el barrio de una manera y no de otra puede ser el odio o el amor resuelto e inmediato del interlocutor.) Sin embargo, a esa progenie literaria que aborda el arrabal, en las últimas décadas, se le sumaron otros elementos: el nuevo cine argentino, las letras de corte barrial y la televisión con emisiones programadas para que la clase media disfrute, con pulcritud y serenidad, los vaivenes de la vida en la pobreza. El cine, en gran medida, impuso una forma de pensar el barrio: la crudeza. El barrio es tumbero, es difícil, es hiper realista, es extremadamente –y casi exclusivamente- violento. (Si con el boom de los años ´60 los latinoamericanos vivíamos en un tipo de edad dorada, entre dioses y personajes bíblicos, pasamos a vivir en los años `90 en un neorrealismo donde no existía nada más que la materialidad más concreta y la violencia más absurda).



Kryptonita de Leonardo Oyola es, ante todo, una manera de escribir el barrio. En la novela no deja de estar la crudeza de la marginalidad, pero está, también, la gran literatura del rioba: su oralidad, su ingenio. Y de hecho el argumento podría ser una ocurrencia de vago, de esquina: pensar que hubiera sucedido si (what if? ) Superman caía en Argentina; más precisamente en una villa de La Matanza. Sí, es un argumento que pudo nacer en una esquina matancera: che y si el Superman caía acá, ¿te imaginás? Qué quilombo eh… y ese desenfreno de la imaginación hace de la crudeza algo posible –porque nadie, absolutamente nadie, puede vivir sólo en la crudeza-. Entonces, Superman se convierte en Nafta Súper, Wonder Woman en Lady Di, Flash en Ráfaga y así, sucesivamente, la Liga de la Justicia se convierte en un grupo de súper maleantes del suburbio. 




Con ese argumento Oyola logra una de las mejores novelas recientes. Porque esa ocurrencia genial se entrama, además, en un gran trabajo sobre los modos de narrar. El narrador principal es un médico de segunda que en el momento que se podría ir a su casa a dormir, después de casi 72 horas de guardia, se le aparece un estrafalario grupo de ladrones; Nafta Súper está moribundo por el botellazo de una cerveza verde del Pelado –versión criolla de Lex Luthor-. El doctor (unnochero, en realidad, un médico que debe reemplazar a otros médicos que no quieren trabajar) está cerca de la convulsión física. A punto de enloquecer por no haber dormido, y por todas las pastillas que tomó para no dormir. Pero es obligado a cuidar al herido, a permanecer allí. Entonces, en una larga noche donde se espera la luz, porque son los rayos solares los que podrían salvar al Súper, cada uno de los súper héroes, ahora trastocados en orilleros, cuentan sus historias. Aparece, así, otro de los logros narrativos de la novela: el oído del autor. Estos personajes van a hablar en la lengua del suburbio, en la lunfa rioplatense. Y escucharlos a ellos es escuchar a cualquier pibe de barrio.





Las anécdotas de borracheras, bailes, corsos se suceden. Narradas no desde el aburrimiento (la reiteración) del realismo más obvio sino desde la parodia a los personajes de historieta. De tal manera, la novela se desarrolla en esa larga noche que puede suponer la muerte del héroe, bajo la inminente llegada de grupos especiales para rematarlo, las memorias de los integrantes del grupo, el cansancio del narrador, y la intriga del final.
En principio, la novela funciona como una parodia (y un homenaje) a los personajes característicos de DC Comics: Superman, Wonder Woman, Flash, el Detective Marciano, Batman. Un lector atento al género podrá recuperar distintos guiños; acaso el más obvio sea la reproducción de la muerte de Superman. Doomsday se transforma en Cabeza de Tortuga y los rascacielos de Metrópolis se mejoran por los estrechos pasillos y baldíos de Los Eucaliptos, una villa de Isidro Casanova. Las grandes explosiones de la historieta son ahora garrafas que estallan entre los precarios ranchos, entre cables pelados, chapas y maderas. Por otro lado, más allá de ese primer acercamiento genérico a la novela, hay otra cosa: Leonardo Oyola está discutiendo con distintas formas contemporáneas de representar el barrio. Hay algo que la crónica, el artículo académico, la emisión televisiva no registra: los sentimientos, la magia, lo trascendente.




En Kryptonita no hay descripción sin sentimiento, opinión sin fervor, narrador que no esté contaminado por eso que cuenta. El narrador principal funciona de tal manera: un médico que explica las diferencias entre morirse en un hospital público y un hospital privado. En el primer capítulo está condensado tal sentido: morirse en un hospital público (“obitar” según la jerga médica) es una manera de ingresar al arrabal: acá no sólo se vive de una manera, se muere de una manera. Y el narrador lo sabe; es un laburante que ha caminado, sufrido, se ha hastiado de eso que se llama “Conurbano”. No hay afán descriptivo o explicativo. La obra explora algo más complejo: sentir cómo las tripas suenan cuando se vive de cierta manera. No importa que uno sea Superman, un pibe chorro o el autor de Kryptonita.




Que hubiera sucedido si Kal–El desde Kryptón no hubiera caído en Smallville (Kansas) sino en una villa de La Matanza es además de un argumento ingenioso una nueva posibilidad de escribir sobre el barrio; una indagación estética que se corre del miserabilismo realista y del exotismo televisivo. Pero no sólo a través de una manera magistral de mezclar géneros, voces y recursos literarios sino, también, y esto es muy caro para los tribuneros, un aviso que en los barrios sigue habiendo héroes, aunque cimarrones y cachivaches, héroes del arrabal.


Publicado en la NO RETORNABLE Nro. 11.