“Pinino”. Ese era mi apodo cuando era chico. Y es el día de hoy que muchos familiares, viejos vecinos y viejos amigos aún siguen diciéndome “Pini”. El apodo me lo puso Rolo, mi papá, ni bien nací. No porque fuera una pulga sino por el jugador de futbol que él más admiraba en ese momento: Oscar “Pinino” Más.
Casi llego a ser ahijado de ese tipo. Rolo, conmigo en brazos, se tomó un bondi, el Sarmiento y otro bondi para ir hasta donde concentraba el equipo y pedirle a su ídolo que fuera mi padrino. ¿Podés creer que “Pinino” Más aceptó? El tema fue que para cuando empezaron a hacer el curso de catequesis a él lo vendieron a Europa. En la casa de mis viejos hay dos páginas de El Gráfico enmarcadas en las que “Pinino” Más, con la camiseta del Real Madrid, en la entrevista me dedica el primer gol que hizo.
“Al que pudo haber sido mi ahijado y a su familia”.
Mi viejo es gallina mal. Enfermo. Me hizo socio del club antes de que cumpliera un mes. En la foto del carnet tengo los ojos cerrados porque estaba dormido, obviamente. Eso es lo que hace un bebé cuando tiene pocos meses de vida. Dormir. Tomar la teta. Llorar. El Freduli, mi hermano, al que también mi viejo hizo socio del club al toque de haber nacido, aparece en la foto de su carnet puchereando. Eso si: el Freduli también es gallina de sangre. Y una cierta habilidad para el fútbol tiene. ¿Y yo para el balón? Dos pies izquierdos.
Rolo y el Freduli hicieron todo lo posible para que yo fuera el heredero natural de esos uruguayos que tanto le dieron a la hinchada millonaria. Si mi papá jugaba, corría y definía como Alzamendi; yo tenía que ser como el Enzo, un príncipe. Intentando hacer un gol de chilena como el de Francescolli a la selección de Polonia; durito, acostado en el piso después de haberme dado uno de los mayores golpes de mi vida, supe que el fútbol –mas bien jugar al fútbol- se acabó para mí, muchachos. Ojo, no lo decidí yo: fueron los pibes del barrio. “Pini, vos restás”, me confesaron después de que ignorara porque siempre que terminaba el pan y queso sistemáticamente yo era el último en ser elegido y el jugador determinante... en la derrota de su equipo.
¿Por qué? ¿Por qué Dios mío yo no había salido como Rolo? Todo un crack en los partidos de la fábrica, el ancho de espadas para los casados en el clásico contra solteros... ¿Por qué? ¿Por qué no la movía ni siquiera un veinticinco por ciento como el Freduli? Bob Dylan dixit: the answer my friend is blowin’ in the wind. Ahí me cayó la ficha: “¡U-ru-guayo! ¡U-ru-guayo!”, cantaba la popular a sus ídolos. Y yo me mentía que lo mío era genético. Que lo mío era culpa de mi vieja que era paraguaya y no uruguaya y que era ella la que me pasó lo guaraní. Que por eso era un inútil para el fútbol. Si, ya se: cualquiera podrá retrucarme nombrando al paraguayo Chilavert, que por ese entonces recién asomaba. A lo que yo puedo decir que si, geneticamente soy grandote, jetón y mal educado. Y hasta ahí llegamos. Nada más.
Bueno, la cuestión es que yo terminé siendo hincha de Almirante Brown. Un cuarto de siglo después de estos sucesos, tengo un hijo de tres años. Se llama Ramón. Aclaro que no es por el Pelado Díaz como boquea mi papá. Todavía no se bien quien le puso Monchi a mi niño. Creo que fui yo. A veces me parece que el primero en llamarlo así fue mi viejo. Pero Rolo le dice Monchito y ahí me pinta la duda. El nene es gallina. Lo hicieron de River el tío y el abuelo. Mi viejo le compra las camisetas, le enseña a besarlas y a festejar los goles como el Matador Salas. Y está convencido que su nieto va a ser el nuevo Conejito Saviola o el que llegue justo a salvar las papas del fuego cuando cuelgue los botines el pibe Buonarotte. Yo a mi hijo lo veo andar en su bicicletita o correr tras una pelota y pienso que Ramón en su moto tiene algo del levante del Erik Estrada de Chips. Pero preferiría que, antes de jugarla de Ponch, Monchi me salga lo más parecido al Kun Agüero.