El Conurbano es un lugar jodido. El paisaje te forma distinto, o te deforma. No sé. Las fantasías se hacen con remiendos de ropa vieja y ganas, muchas ganas, corajudas ganas de que al menos de vez en cuando haya algún gol para gritarle en la cara a la vida que nunca es como uno quisiera, que nunca se deja fácil y que siempre cobra caro.
El Conurbano es un lugar jodido y ni hablar La Matanza. ¿Usted, amigo lector, conoce La Matanza? ¿Sabe de qué habla Leo Oyola cuando habla de calles de tierra y hambre o de cómo es un hospital como el Paroissien? Si lo sabe, no hace falta que le explique qué pasaría si ahí cayera y se criara un bebé con súper poderes al que el peso inclemente de la marginación le hiciera cocinar a fuego lento odio y resentimiento; no hace falta que le cuente qué clase de Superhombre amargo y peligroso armaríamos todos como sociedad. Un Gólem morocho y marginal moldeado en la argamasa de ninguneos y desigualdades, que te quema por “dos mangos y las llantas”.
El Conurbano es un lugar invisible para el resto. Tal vez por eso fue que el protagonista de esta novela terminó cayendo en ese descampado de La Matanza y no en otro lugar y por crecer ahí, nadie se enteró de él hasta que empezó a volverse un peligro. Porque es así, el Conurbano sólo es mirado cuando se vuelve un peligro capaz de arrebatar lo que le corresponde por derecho y le niegan por costumbre.