Por Ramiro Pellet Lastra
El 18 de mayo de 1910 no sólo era el día de la llegada a Buenos Aires de la infanta Isabel de Borbón, representante de la Corona española y figura central entre los muchos extranjeros anunciados para las fastuosas celebraciones del Centenario de la Revolución de Mayo de 1810. Era también el día de una visita de mucha mayor envergadura, y sin duda de mayor vuelo, la del cometa Halley, cuyo paso por las cercanías de la Tierra hacía temblar a unos cuantos y era motivo de arrebatados suicidios en varios puntos del globo, debido a la amenaza de un impacto demoledor o del envenenamiento de la atmósfera por una letal combinación de gases.
"En pocas horas más, exactamente a la medianoche, el cometa Halley iba a destruir el mundo", dice resumiendo esta delicada situación cósmica el narrador-protagonista de Bolonqui , Arístides Gandolfi, un chico de 13 años que se impone la misión de encontrar un refugio a prueba de astros para él y su familia. Es a él a quien el escritor Leonardo Oyola, nacido en 1973 y autor de media docena de novelas, le da vida para salir a cumplir su noble y difícil misión por las calles de Buenos Aires.
Novela de iniciación y de aventuras, narrada entre lo realista y lo fantástico, Bolonqui está situada en una ciudad a la vez mítica e histórica, esa Buenos Aires de principios del siglo pasado, con sus legendarios conventillos, burdeles y cuchilleros de los barrios bravos. Una ciudad de contrastes, de esplendor y de pobreza, cuya vida orillera ha dado lugar a tanta literatura, y cuya leyenda el tango se ha ocupado de mantener inalterable, gracias al relato cantado en infinitas letras de sus ritos, costumbres y valores. ¿Qué más podía hacer Arístides Gandolfi, un chiquilín casi adolescente, con ganas de abandonar de una buena vez las faldas de sus tías en el conventillo y salir a ver qué se esconde en el ancho mundo? ¿Acaso tenía elección de enfrentar la mayor plaga de la historia de la humanidad, el cataclismo que desataría el paso del cometa por la órbita terrestre? ¿Prefería dejarse morir sin haber siquiera abandonado la infancia y traspuesto con paso recio y pantalones largos las estrechas puertas del hogar de su niñez?
La odisea de Arístides es breve y sencilla, así como amena y entretenida, un relato que transcurre en unas pocas horas, las suficientes para que el joven protagonista intente, a suerte y verdad, salirse con la suya y agenciarse en alquiler uno de esos contados refugios que, según narra la novela y confirma la historia, publicitaban ciertos constructores con buen ojo para los negocios. Los habían hecho construir para la ocasión, o así decían, con una estructura resistente al impacto del cometa más pintado.
Con cierto dinero extra, el flamante inquilino recibía una dotación de tanques de oxígeno, cuestión de evitar, con la ayuda de una máscara, el gas venenoso que el astrónomo francés Camille Flammarion, el primero en lanzar la voz de alarma a un mundo sobresaltado, había anticipado como posibilidad, si el azar hacía que se combinaran el oxígeno de la atmósfera terrestre con el hidrógeno de la cola del Halley.
El antagonista de Arístides será, además de la cuenta regresiva ante el inminente arribo del astro, nada menos que el "Güesudo", figura central de la trama, el alma errante de un compadrito de arrabal que ahora trabaja a las órdenes del diablo (que también se deja ver en escena). Estas dos presencias luciferinas se amoldan al relato sin romper la ilusión de una ficción bien narrada: a partir de la exaltada noticia, difundida en el mundo entero, de que un cometa borraría todo lo que existe de la faz de la Tierra, nada, absolutamente nada, podría resultar imposible.