Aprendí a manejar de muy pibe. El mismo año en el que también me enseñaron a bailar rock. Mucho a mi papá y a uno de mis primos más grandes eso no les copaba. Que fuera a bailar, no. Que manejara. A mi papá porque sabía que le iba a tomar el gustito y que endulzado iba a ser un peligro. Y a mi primo porque ya se la veía venir que le iba a manguear la nave cada dos por tres para dar una vuelta; y que, como yo lo podía, él no se iba a negar.
Para esa misma época se mudaron al barrio los Ferreyra. El viejo, la vieja y las tres hijas: Mónica, Paola y Lorena. Una más linda que la otra. Con esa cosa hermosa de la novedad. Si. De verdad las tres eran muy bonitas. Y enamoraron a toda la calle desde donde nacía en el límite con Morón hasta donde empezaba la cancha de Almirante.
Obviamente la cosa no venía tan perfecta. Mónica y Paola tenían sus defectos: novios que vivían donde ellas ya no. Y que religiosamente marcaban tarjeta día por medio al atardecer. Novios un poco más grandes que ellas. Por eso todos los pibes se concentraron en Lorena, que era la soltera y la de nuestra edad. Pero a mí me gustaban las tres por igual.
Al principio.
Hasta que al muchacho de Mónica le tocó la colimba.
Es lo que yo digo, Dios existe.
También había aprendido a bailar lento americano y a manejar motos. Le pedía la de mi primo para hacerme el lindo. Iba a mi casa. Llegaba arando la calle de tierra. Hacía tiempo para volver a salir cuando la veía a ella cerca. Una vez la saludé con la manito y quedé como un pelotudo importante por más que la hice sonreír. Otra le cabeceé para decir hola y ella me devolvió el gesto aguantándose la risa. Un buen día me sentí bastante seguro y le guiñé un ojo; y la sonrisa que ella me puso no fue de burla. La expresión en su boca fue algo que me prendió fuego.
No sé como pasó. Solo que se fue dando. Se sentía sola… Qué se yo. No lo pensé dos veces cuando la llevé a dar una vuelta. Pasamos por un potrero en donde estaban jugando a la pelota mi papá y mi primo para el mismo equipo. Tenían un tiro de esquina a su favor. Forcejeaban con los defensores cuando nos vieron pasar. La pelota también les pasó de largo.
Nos volvimos a ver con mi viejo y ya era de noche. No me pidió que la cortara. El tono en el que me habló no era de enojo. Había preocupación en sus palabras. Y, fundamentalmente, resignación.
–Se va a enterar. El flaco se va a enterar porque estas cosas uno a la larga siempre se entera. Aunque sea el último en saberlo… Se va a enterar y te va a venir a buscar. Y yo no me voy a poder meter, ¿entendés? Fui a devolverle la moto a mi primo. Él fue más directo todavía.
–Pendejo, ¿vos sos boludo? ¿Tanto querés cobrar? Si a mi me hicieran lo mismo; mínimo es romperte bien la jeta a trompadas. El novio de la Moni va a venir a estrangularte y no te voy a defender. ¿Por qué? Porque no da, Pini. No da.
Pasadas las doce me fui a tomar el 317 en Atenas y Bermúdez. Como tardaba me senté en la tapia de Don Rizzo y, mirando con brillaban en la oscuridad mis botas tejanas recién lustradas, desee que Mónica hiciera lo que todo Casanova un sábado a la noche. Que fuera al Jesse James.
Pasó un buen rato hasta que la encontré. Por los parlantes lo que se escuchaba bien fuerte era un tema de un grupo, The Motels, en el que cantaba una mina. Se llamaba Vergüenza. Me acuerdo muy bien.
De los nervios, de las ganas, de la ansiedad; no dejaba de jugar con mi rosario blanco pasándolo entre los dedos de la mano. Cuando finalmente me decidí, cuando me dije-me ordené: se van todos a cagar, me puse el rosario en la boca y la saqué a bailar.
Ella se mordió el labio de abajo antes de contarme:
–Me moría de ganas de verte.
Y con los ojos vidriosos me confesó:
–Pero ni en pedo quería encontrarte.
Después apoyó la cabeza contra mi pecho y dejó que la siguiera guiando. Cuando terminó la canción nos fuimos del Jesse juntos.
En el primer franco que tuvo, el novio de Mónica vino a buscarme.
Cuando eso pasó, mi papá cumplió con su palabra.
Por suerte, mi primo no.