Hace casi ya veinte años que leí por primera vez a Soriano gracias a un gran amigo mío, Patricio Viltes, con el que supimos ir de vacaciones junto a una banda con la que repetimos el ritual tres veranos seguidos. El era el que se compraba sus libros. Yo el que se los manoteaba durante la convivencia estival. Y, entre tantas cosas que compartimos con Patricio, una fue la de haber entrado al mundo de Soriano a través de sus Cuentos de los años felices. Como todo autor del que uno se engancha empecé a necesitar leerlo más. Y durante esa fiebre adquirida por su literatura, un jueves frío de mayo del ‘94 se estrenó la versión cinematográfica de Una sombra ya pronto serás.
Con otro gran hermano que me dio la vida, Beto Zárate, fuimos a verla esa noche. Los cines allá en el oeste hacía rato habían desaparecido. Y lo único que nos quedaba era venir a Capital. Como yo salía de la facultad no me costaba nada llegar hasta el Ocean. Beto, que se tenía que tomar dos bondis y el Sarmiento desde Rafael Castillo, la tenía más difícil. Y, obviamente, se le complicó en el viaje y llegó tarde. Nos amanecimos jugando unos fichines en un Sacoa de la calle Lavalle. Haciendo tiempo hasta que se hiciera hora de que saliera el primer tren del día a Moreno. Y quedamos que la íbamos a ver juntos. Después no pudimos coincidir mientras estuvo en cartel. Y yo nunca vi esa película. Ni siquiera en la tele.
Lo que sí no se me pasó fue el documental de Montes Bradley sobre Soriano. Otra noche fría y de otoño pero del ‘99. En el Cosmos 2. En esa sala que tenía sillones que incitaban al abrazo del acompañante. En una función llena de parejitas. En la que los dos únicos tipos sentados en el mismo sillón éramos el Chancho Paz y yo. Sí, sí: mucho más que amigos... Como el maestro Laiseca y Soriano: Lai siempre le agradeció y le reconoció la generosidad que tuvo el Gordo con él, que fue el que le hinchó las pelotas a Corregidor para que le publicaran Su turno –el primer libro editado del maestro–; Lai siempre le agradeció y le reconoció también el último gesto que tuvo Soriano con él: el de invitarlo a cenar para charlar de cualquier cosa, el de jamás contarle que estaba enfermo y que le quedaba poco, muy poco; el de haberle dicho adiós de esa manera, tácita, solo haciendo lo que hacen dos buenos amigos.
En el 2008 viajé por primera vez a España. Y me encontré, sin saberlo, con un hermano mayor: Carlos Salem. Aunque yo le digo que es mi papá para hacerlo enojar porque es coqueto con la edad. A los dos nos había publicado la misma editorial. Cuando leí su Camino de ida no pude dejar de pensar dos cosas: 1º) qué bueno que va a estar conocer a este tipo, y 2º) en Soriano. Charly Salem es heredero por excelencia de esas obras. Y en ese departamento de Tirso de Molina, hurgando en su biblioteca, recuerdo acariciar con dos dedos el lomo de Piratas, fantasmas y dinosaurios, y de darme el lujo de sentir a Soriano como a Patricio Viltes, Alberto Zárate, Damián Paz, Lai y Charly: como a un gran amigo.
Creador de personajes inolvidables, de un universo que contenía la historieta, la novela negra, el cine y la historia argentina, de una literatura que era, a la vez, popular y refinada, Osvaldo Soriano sigue siendo uno de los escritores más entrañables y leídos a quince años de su muerte. En estas páginas lo recuerdan sus amigos y sus lectores, cada uno a su manera: Ariel Dorfman, Rodrigo Fresán, Angel Berlanga, Leonardo Oyola, Miguel Rep, Cristina Feijóo, Guillermo Saccomanno, Juan Sasturain y Carlos Bosch. HOMENAJE A 15 AÑOS DE SU MUERTE en Página12/Radar.