El Faisán es uno de los siete miembros de la banda de Nafta Súper. Y cualquiera que lo conozca, si tiene dos dedos de frente, sabe que hay que tomar muy en serio lo que dice. Por eso, para dejar las cosas claras de entrada, voy a comenzar compartiendo una advertencia del Faisán que está casi al final de la historia que firma Oyola:
-Cuéntenla como quieran. Que somos dioses, que somos hombres, que somos buenos, que somos malos… Pero que se entienda que no somos fantasía. Que somos realidad. Y que aunque busquen copiarnos nosotros no andamos en pose porque somos los originales. Somos auténticos, man. Doña: nosotros somos de verdad.
Nosotros somos de verdad, dice El Faisán. Y yo no voy a andar contradiciéndolo. Así que lo primero que he de aclarar es que Kryptonita NO es una novela, imposible que se trate de ficción. Porque si sus personajes son de verdad, ha de ser que esta historia de Oyola está más cerca de ser una crónica, un relato aún vivo que interroga al presente.
El mismo autor reconoció que a él le gustan los tipos de acción, que les prestó a estos siete criminales sus propias anécdotas. Y en la tradición de Walsh, ellos son fusilados que viven, rompiendo la norma, para que Oyola hable cosas que callan otros cronistas y medios. Entonces, Kryptonita es también denuncia, reclama una discusión sobre nuestras ideas sobre justicia y violencia.
Entramos a la historia de la mano del Doctor González, o el Tordo, como lo llamarán los amigos de Nafta Súper. El hombre trabaja como nochero en el hospital Paroissien. Significa que, por izquierda, 72 horas seguidas, cubre los turnos de cinco clínicos que tendrían que estar de guardia, pero vaquean un sueldo para este médico desterrado. Después de esas 72 horas, el Tordo sólo desea sopa de alprazolam 10 miligramos, ensalada de duxetil y que el desmayo le dure 48 horas seguidas. Sabe que “Ser nochero es perjudicial para la salud. Y ejercer este servicio más de dos veces al mes es un suicidio.”
Y reconoce, también, que “a un pibe chorro es difícil que en una guardia lo salven. Con un pibe chorro, de puertas para adentro, no se utiliza el cardiorresucitador. Y mucho menos se le pone un respirador. Si llega así, solo, entra vivo y sale muerto”.
A su camilla llega moribundo Nafta Súper, el Pinino para los amigos de La Matanza. Pero no está solo. Trae consigo a Juan Raro, Lady Di, el Faisán, la Cuñataí Güirá, Ráfaga, el Federico y el perro Miguel, versiones alternativas de superhéroes.
“¿Me dijo que lo que le sacó del costado fue un pedazo de vidrio verde? Qué loco, Tordo. Qué loco”, le dice Ráfaga al Dr. González. Y así, mientras la bonaerense rodea el hospital y ellos esperan que el Pinino se salve, irán narrando como: “Primero fuimos amigos. Después una banda. Ahora somos familia. Y vamos a morir así: como una familia. / Como hermanos. / Hermanos abrazados. / Hermanos en armas”.
Con un lenguaje habitado por onomatopeyas y lunfardo, que no cae en los clichés, los amigos se pasean por la historia de una vida compartida, desde la infancia a los enfrentamientos con la banda del Pelado, que está con la bonaerense; desde cómo los giles lo apuran al Pinino para sacar chapa de guapos hasta eso en lo que los siete hacen Alcoyana – Alcoyana: ir a bailar. “Y más cuando el dancin se hace en la villa. En cualquier villa”, dirá Ráfaga.
Nafta Súper nunca habla, sino a través de sus amigos, con quienes educan “a la gente en que nada les pertenece. Todo pasa.” Son, quizás, una generación de héroes derruidos que llegaron tarde al sálvese quien pueda y reman entre todos para que al menos uno se salve. Por eso las palabras, como un puente; quizás incluso como un testamento. Porque con la esperanza no basta.
Lady Di, esa mujer maravillosa que antes se llamaba Daniel, le explica al Tordo que ella también confundía tener esperanza con tener fe: “Tener esperanza es desear que pase algo. Tener fe es darnos una oportunidad, darnos amor, darnos una vida”. Y para que no queden dudas, el jueves Oyola habló de “fe en el que tienen al lado”, para ir de frente y aguantar, para llegar juntos y vivos a la salida del sol.
Finalmente, Oyola también dijo en alguna entrevista que “en tu prontuario tenés que tener algo inclasificable, bochornoso, pero que fue parte de tu momento” y que en algún punto la kryptonita también es eso, “no quedarse atado al lugar de donde venís pero en donde no querés estar”.
Por eso, se me ocurre que quizás Kryptonita sea una crónica sobre el destierro; como el del Tordo ejerciendo una vocación que le fue vedada, como el de este Superman que sólo puede llamar casa a un abrazo.
Y ahora, para hundirme de cabeza en el bochorno, iré más allá y diré: Kryptonita no es una novela y tampoco es una crónica, sino una silla. Kryptonita es ésta silla: argentinita, popular, necesaria. E indudablemente bella, por verdadera y por incómoda. Porque nos aguanta mientras escribimos o leemos, pero después nos obliga a sacar el culo de ella e ir al encuentro de la calle, que según el Faisán, es donde está la verdad.